El ábaco en la noche
ENTRE LOS HERMOSÍSIMOS fragmentos impregnados de franqueza, de gratitud y entrega, de contemplación interior, de adiestramiento espiritual que Simone Weil fue volcando a lo largo de su vida en sus cahiers personales —más tarde conformados bajo el título unificador de Lagravedad y la gracia—, hay uno especialmente lúcido que, previa desviación metafórica, nos conduce al germen de la creación y la contemplación artística: La pureza es nuestra capacidad para contemplar la mancha1. En efecto, no es otra cosa que la pureza, en su estado de gracia, lo que se precisa no ya sólo para contemplar, sino para entrar en simpatía (en el sentido etimológico de la palabra) con toda obra artística. Nuestra mirada nos demanda una sutil facultad que paradójicamente requiere, al mismo tiempo, de la capacidad de descrear, de deconstruir lo aparentemente caótico e inexplicable. Entremos delicadamente, así pues, en este territorio callado y sereno que es la obra pictórica de Belén Padrón, entremos con los pies descalzos porque en él vamos a pisar —como en una vendimia sagrada— los hinchados frutos de la luz.
Lo que desde un primer momento nos cautiva de estas piezas es la secreta unidad que las enlaza. Los cuadros son organismos, son sistemas que se ramifican, que crecen en comunión invisible, células que se expanden hasta la buscada situación orgánica. Siempre he pensado que todo artista crea con sus piezas un texto, un tejido, una sutil trama que se prolonga como red por el mundo. Severo Sarduy no hacía distinciones entre su escritura literaria y su escritura pictórica; las delicadas filigranas neobarrocas que el autor de Maitreya volcaba sobre el papel con el amor demorado de un amanuense no son otra cosa que el reflejo ante nuestros ojos del temblor secreto del cosmos: la caligrafía de un libro infinito de cuyo texto impreso en letras de oro somos ciegos lectores. Las líneas delicadamente trazadas por Belén Padrón en piezas como Agua oFiguras parlantes nos remiten, una vez más, a los gestos de devoción de un mantra, de una salmodia que nos habla de una feliz entrega otra. Esa disposición a la repetición del gesto, del trazo que busca el único trazo, guió también el trabajo de otra mujer que admiro: Agnes Martin acaso no hizo otra cosa en toda su vida que intentar regresar, con su trazo de nieve, a su Saskatchewan natal. Veo en Belén Padrón esa misma entrega, ese mismo acto de devoción que hace que por medio de la contemplación diaria de una hoja seca de roble —carvallo prefiere llamarlo ella— la artista se traslade a las frondas alejadas de las altas tierras que la vieron nacer o al sotobosque interior de los recuerdos.
“El cordón que me une al mundo mantiene el nudo que dibuja el recorrido que he tenido que andar para estar aquí”—escribió la pintora para regalarnos otra de sus verdades. Tensión y atención, pulsión y búsqueda en permanente lazo con el mundo para retornar repetidamente al círculo de las repeticiones. El cordón que nos une al mundo se muestra como el alambre que deviene umbral del pájaro, como las cuentas de un rosario que una devota, en su plegaria, acaricia con los dedos para mantenerse unida a la divinidad; como las estrellas que invisiblemente conforman sus dibujos bajo el ábaco de la noche, en la luz de la eternidad. Y la noche es para Belén Padrón el otro costado del mundo. La noche es la concavidad, la cúpula creadora y la herencia de aquél que no conoce. La noche es el cuerpo de los fuegos oscuros.
Paul Klee dejó esbozado en 1917 sus elementos embrionales de abstracción. No citamos en vano a este autor central de la tradición occidental, puesto que es evidente que la obra de Belén Padrón dialoga con esa idéntica obstinada búsqueda del pintor de Berna. Viajes y lecturas, recuerdos y bestiarios particulares, todo acaba siendo transformado por el tamiz de la mirada hasta devenir acto de metamorfosis sublime. De este modo nos lo recuerda John Berger: “Lo que parece una creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido” 2. Sus animales místicos, sus cortinajes de luz, sus dameros de plata, el malpaís de la isla que la acoge, todo se sume finalmente en una fragua hasta formar el imprescindible puente de plata que comunica lo visible con lo invisible, lo real con lo abstraído por nuestra mente de una realidad de la que la creación se alimenta. Hemos de dar nombre a ese otro mundo, hemos de dar luz a ese objeto oscuro que nos ha sido entregado. Y recurrimos a la clarividencia de la madre. La madre es la que nombra, la madre nos da el nombre, la llama, la llamada. Nos envía su voz desde el dorado cordón umbilical, da la luz en las sombras del alba.
Nacen, así pues, los enigmáticos nombres: Naipela, Los campos de Iahru. Y nacen los explícitos homenajes, como en Mujer Mendieta, que dialoga con Mujer reclinada: los óvulos ocultos, la silueta azul de la mujer que imprimía su cuerpo en las arenas, la secreta eclosión del óvalo sagrado; la silueta roja, la sangre que se expande en las nervaduras de la tierra.
Hablaba Weil de nuestra capacidad para contemplar la mancha y ante las piezas de Belén Padrón comprobamos que ese don nos ha sido dado. Descubrimos la mancha, la línea que nos circunda con su llamada hipnótica y con ella nuestra visión. Lo escribió Gustave Roud en su hermosoRéquiem: “El pecho puro se levanta y cae sin prisa; descubre, esconde, descubre al pie de la paja de oro brillante un charco de cielo.»3 Dejemos, pues, que sea el propio Roud quien nos acompañe en la contemplación final de estas hermosas piezas:
una mancha color de cielo el azul profundo de las corolas en corona
me inclino, tiendo la mano: no acianos, Dios mío, sino las flores cuyo reflejo en la mirada de los hombres he buscado durante toda mi vida…Ah, las he vuelto a encontrar, esas pequeñas anémonas apeninas, manchas de azul, en otro tiempo, enjambres de estrellas fuera de las hojas en confusión ligera, en la sombra, bajo el serbal de nuestro jardín, oh madre, bajo el serbal del Jardín•
1 Simone Weil, La gravedad y la gracia, Traducción de Carlos Ortega, Trotta, Madrid, 1994.
2 John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Traducción de Pilar Vázquez y Nacho Fernández, Árdora Ediciones, Madrid, 1997.
3 Gustave Roud, Réquiem, traducción de Rafael-José Díaz, Ultramarino, Las Palmas, 2004.