Comenzaré por lo tanto planteando un esquema para relatar esta condición de viaje.
Necesariamente me muevo entre árboles que figuran crecer hacia nuevas posibilidades de conocimiento. Atravieso las terribles fronteras que separan la historia de un abismo de la decisión de paseo por el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso.
Me aventuro a ciegas tocando las hojas aromáticas y llenas de sentido. Hacia lo oscuro, hacia lo cansado, hacia la ternura del silencio. Hacia el espanto absoluto. Y el can Cerbero se acerca y le acaricio las tres cabezas. Le ordeno que se dirija a la multitud abriéndome el paso, apartando las malas hierbas del camino pedregoso. Es en ese lugar de tumulto donde encuentro a la señorita que comienza a desbordarse, rompiéndose en cientos de partículas, lloviéndome encima. Y mojando el futuro sendero, por el cual me dirijo deslizándome hacia el siguiente agujero. Hacia cualquier lado diviso campos de fresa y chocolate, hasta el confín que mis ojos alcanzan a interpretar como horizonte.
A medio camino tropiezo con una máquina de peinar. Dedico entonces dos o tres horas, que además coinciden con el momento del día que derrama su luz dorada sobre los entes interpretadores de tal proeza, a la amable y certera labor de peinarme. Mi pelo es una maraña de espirales y serpentinas que se caen por su propio peso. La luz del atardecer les sugiere una nueva forma de vida aculebrada, rastrera. Comienzan a extenderse entonces hacia la lejanía prometida en una búsqueda del dominio de cierta inmensidad.