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Me place comenzar esta reseña sobre el hacer creativo de Belén Padrón tomando prestada la pequeña y regordeta aunque intensa y sabia mano escritora de Augusto Monterroso cuando da entrada a su volumen de relatos cortos Movimiento Perpetuo. Escribe: La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo.

Y, enfatizo ahora yo, ¡esto es!; sí, esto provoca en mí la pintura de Belén, un continuo trasiego de vaivén, un movimiento perpetuo que no es un poema, que no es un cuento, que no es un ensayo y que entonces qué es. Buena pregunta sencillamente porque no hay respuesta o, cuanto menos, no sé dársela cuando la pintura no se funde o confunde con la vida tal cual para alcanzar el estado de ensoñación ideal donde el termino acaba siendo un neologismo imposible: pinturavida. Esto no existe o si lo hay, sería donde se vendría a parar cualquier movimiento, donde la quietud sería plena y no habría posibilidad ni de contar historias ni de plasmar sensaciones ni de soñar colores ni de abrazar deseos estéticos ni de… apenas algo o casi nada.

La pintura de Belén es sencilla porque en sus orígenes, como el lecho de un río, pende de un pequeño hilo continuo que luego va alcanzando gran caudal en siempre agua pero de continuo diferente y, aunque pueda parecer que no hay cambios aparentes, sin embargo, como agua de río, nunca es idéntica a sí misma. Hablo de sencillez porque me parece una cualidad poco común en pintura, donde hartos estamos de asistir a complejos y complicados efectos de lienzos a colores más o menos limpios o sucios donde sin embargo, para aburrimiento nuestro, no hay movimiento alguno, ni perpetuo ni fugaz. Belén se percibe de realidades tenues de significado, de pulsiones íntimamente ligadas a su inconsciente individual, sobre las cuales se impulsa en un primer instante para luego no parar hasta desembocar en la pintura, poseyéndose de todo un elenco de habilidades y recursos, tanto prácticos como mentales, sobre los que articula su hacer creativo entre satisfacciones vitales que luego, ya sí, pueden ser un cuadro, un cuento, un poema, un ensayo… Pero no mezcla o mixtura aleatoriamente, eso se nota en su pintura. No realiza esa mezcla explosiva, mortal de necesidad, donde pintura y vida se confunden para no llegar a estar ni saber de la una ni de la otra. Lo que hace o sabe hacer (por aquello de que arte proviene de artere, precisamente, saber hacer), es prendar a su personalidad con lo que la vida le otorga para “arteafectarse” y tal cual, sencilla pero sabiamente, pintar lo que las cosas, las personas, los hechos y los pensamientos le sugieren desde la íntima y sagaz concepción. Tal cual como lo escribo veo el talante de Belén, de su siempre renovado entusiasmo, de su continua progresión en el lienzo, de su permanente insatisfacción sosegada extrañamente de intranquilidad de pintora, de querer más, no de ser más, sino de percibir más en la superficie pictórica en aras de catapultarse hacia lo que le gusta ahí en la vida, lo que la pone, conformando una muy particular confidencialidad a los tiempos presentes para dirigirse hacia el tempus de la creación, a ese ámbito o hueco o lo que sea donde la vida y el arte importan menos porque se dan plenipotencialmente, sin tener que abarcarlos como concepto, pensamiento o modus vivendi de lo consciente al discurrir por la senda de la acción en perpetuo movimiento.

La pintura en Belén acontece, sucede y, reflexiva y tautológicamente, se pinta sin pretensión de llegar a pintar el mundo, la vida y la personalidad creativa. Pero no por falta de semejantes horizontes ideales es pintura de menor envergadura, ni mucho menos. Todo lo contrario, en su ausencia de grandilocuentes aspiraciones es donde está su secreto, su seductora atracción, atravesando esas fronteras de ahí mismo, de lo que tiene al lado, a mano, para acabar entretejiendo suspicaces e íntimas realidades que son de ella y de nosotros por la pintura propiamente dicha, por los cuadros tal cual, por cómo se pintan y nos pintan, por la lírica sugestiva de sus lienzos, por los colores tensos apretando la retina hasta situarse más adentro del ojo, por la armonía implícita, buscada y hallada en sus ganas de mostrarnos belleza a través de la dinámica continua de su mirar, de su ver para que la veamos, para que nos veamos también nosotros al contemplar sus cuadros sin ser, aquí no, devorados por los perros o cazador cazado como le pasó al pobre de Acteón cuando contempló la belleza desnuda de Diana en las aguas. Los cuadros de Belén no quieren cazarnos, no creo sea esa su pretensión al desnudarse ella en ellos, con ellos y desde ellos franca e íntimamente. Muy de otra naturaleza es su intención, otorgándonos su universo bello, haciéndonoslo saber, para atrapar desde su saber hacer artístico el mismo regocijo que ella experimenta en la experiencia de pintar. Son, por la cualidad señalada, también, cuadros felices, que transmiten felicidad, pero no quiero que se confunda el término, pues no apela a ese estado de bienestar que denota satisfacción o contento, sino a ese otro significado figurativo que se aplica a obras del entendimiento, oportuno, acertado. Sí, sus cuadros se entienden bien, con acierto, y ello hace que nos pongamos o predispongamos a disfrutar sin ese gesto típico de seriedad estética, ceño fruncido de simular que se sabe lo que se está contemplando. No, en la pintura de Belén sobra esa pose o actitud, nos basta con disfrutar de la pintura, de su pintura sencilla, bella y feliz hecha para el entendimiento de quien no para quieta en, eso es, como afirma Monterroso, movimiento perpetuo

Jesús Hernández Sánchez

Decano Facultad Bellas Artes Pontevedra